Fantasmas y
ecos
En mi recuerdo
sus últimos cabellos ya se habían marchitado. Recuerdo haber dormido bastante,
teniendo en cuenta lo que habían sido las últimas semanas antes del incidente, sobre
todo desde que la imagen llegó a mi mente. Sus últimas palabras aún retumbaban
en mi cabeza, y las hojas del árbol que abandoné a su suerte cuando era niño se
estaban muriendo. El color de sus hojas desde hace mucho tiempo me parecía
grotesco y miserable, pero ese día parecía estar en sintonía con el ambiente
otoñal que lo rodeaba.
Desconozco ya
las largas caminatas que antes ayudaban a que mi caótica mente se despejara de
las tormentas que siempre la acechaban. A la vez que mis pasos me llevan al
mismo lugar una y otra vez, mi mente divaga los mismos senderos infinitos hasta
laberintos sin final. Si mi mente pudiera ir más profundo, hasta la difunta
Atlántida, o caminar más allá de los vientos del norte, seguro hace tiempo se
hubiera erigido como reina incuestionable de estos reinos ancestrales. La
sabiduría que estos guardan en su haber hubiera sido opacada por la magnífica
profundidad y cristalina claridad de las lucidas reflexiones que mi pensamiento
ostenta.
Claro, si no
estuviera estancada entre los mismos fantasmas y ecos.
No escapa a mi
comprensión la osadía que representa tal afirmación, desde una mente devastada
y un cuerpo deteriorado. ¿Qué ser, con malevolencia sin par, nos concedió el
afán de sabernos finitos y frágiles, a la vez de alcanzar la eternidad con
nuestras ensoñaciones y tener lo inacabable frente a nuestros ojos? Ese ser nos
condenó.
Los hombres
quienes estamos regidos por una soberbia de conquistador hemos de reconocer nuestro
hogar no en esta tierra ni en este momento, sino en un momento más parecido a
la eternidad que al tiempo, y en un lugar más parecido al infinito que al
espacio. Por otra parte, quienes se ven sometidos a la mediocridad del aquí y
ahora, sea por propia decisión, buscando sentirse realizados, o porque no son
capaces de ver más allá, no dudarían un segundo en reconocer su hogar y sus
vínculos carnales.
Presentí que
ese día iba a ser diferente, no tengo manera de asegurar que aquella ingenua
corazonada no era sólo un efímero capricho de mí ser. El té negro sabía a té
negro, y el viento frágil de afuera se sentía como todos los días. En estos
ambientes espectrales la más absoluta y vulgar cotidianeidad se recubre de una
nostalgia engañosa y falaz. ¿Pero qué más da?
Sin ese
nostálgico fantasma melancólico esparciendo sus cenizas en los rincones la vida
no tendría en absoluto ningún sentido. Admirable es, en cambio, el afán de esta
magnífica criatura que está, tengo la certeza, escondida en algún recodo de las
más doctas mitologías.
Toda esta
conglomeración de pensamientos surcó mi mente durante el tiempo suficiente para
que me ubique frente a la puerta dispuesto a salir. Detrás de mí cerré la
puerta y no dejé nada, me llevé conmigo a los fantasmas, me llevé conmigo a los
pensamientos, que me acompañaron fieles a su rutina.
Advertí que
habían muerto las últimas hojas del último árbol, ese que era el último en pie,
el último que aún vivía en la imagen de mi recuerdo. Quizás me falta inspiración,
pero, ¡qué más inspiración que la obra cumbre de la belleza que descansa en mi
memoria! Había deambulado los jardines y los parques, buscando en los árboles,
en sus hojas, ese color que soñé. Pero el color de los árboles materiales lejos
está de parecerse en lo más mínimo a aquel que tiñe la ensoñación perfecta que
cargo. Los colores de esta tierra me resultan familiares e insuficientes, ¿será
porque están a mi alcance?, ¿será porque las hojas se quiebran y se deshacen
entre mis dedos? Pero nada vale este color familiar, de nada vale si no se
asemeja una pizca al que estoy buscando desde aquella visión fatal.
Todo comenzó al
despertar repentinamente de un sueño en una noche decadente. En el sueño vi una
imagen. Tal belleza nunca antes había sido contemplada por otro mortal.
Ni siquiera los
grandes maestros de la pintura, a los cuales me igualo en maestría, serían
capaces de concebir imagen similar, pues se encuentran limitados por su
humanidad. Realizar tal proeza se volvería, desde ese momento, en mi obsesión. Me
niego a creer que tal aparición no se trate de una visión maldita, otorgada a mí
desde la malevolencia de los más altos olimpos infernales.
El cuadro
presentaba un bosque luminoso rodeado de árboles altos, cuyas copas jamás seré
capaz de contemplar, entre las ramas de estos colosos, que se desplegaban
horizontalmente, los rayos de un sol solemne se escabullían para dotar de luz a
toda la noble visión. El suelo se encontraba revestido de helechos que
escoltaban de cierta familiaridad a un ambiente tan majestuoso.
La angelical
belleza de una joven mujer coronaba el hermoso paisaje. Se tornaba dificultoso
advertir la diferencia entre sus cabellos dorados y las luces livianas que
danzaban en el aire, los hilos de su cabellera, hilos tan puros y sagrados, que
ni las Nornas podrían ser capaces de manipular. Los rayos dorados armonizaban
con el brillo de sus ojos, verdes y cautivantes como esmeraldas heredadas de generaciones
perdidas, y profundos como ventanas a un universo más allá de lo que cualquiera
haya podido contemplar.
Desde que esa
imagen irrumpió en los aposentos de mis travesías oníricas, no logré ocupar mi
mente en otra labor que en la de recrear fielmente mi visión. Como maestro del
lienzo que soy, no albergué en mí mayor afán que el de pintar tan magnifica
imagen y darle eternidad, cumplir mi divino deber de artista supremo, traer a
lo material y establecer como perpetua la imagen que puede llenar de júbilo los
días de la humanidad.
¿Qué divinidad ha
puesto sobre mí la carga?, me pregunté. La carga, que me fue encomendada en
sueños, era poseer la imagen en mi mente, y mi deber era dejarla ver a los ojos
de la humanidad. Sería la gema máxima de mis obras y la razón por la que sería
recordado mi nombre, a la par de la majestuosa imagen que he de labrar.
Sin dudas tal
dios no pudo haberse equivocado. Me había elegido a mí, pensaba, porque no
existía en el mundo, y quizás tampoco en la historia, nadie con similar don a
la hora de pintar, que aquel del cual mi mano era capaz. Así comenzó mi camino,
condenado a replicar la imagen, las formas y colores de la más implacable
belleza jamás contemplada.
Pasé horas, las
que luego se trasformaron en días, en mi estudio, buscando en mis pinceles, en
mis lienzos, ese color, ese color que sólo existía en mi mente, en el recuerdo
del cuadro. Pasé meses intentando replicarlo, una y otra vez como una obsesión.
Ríos de pintura han corrido, incontables lienzos han sido desechados,
sacrificados en la búsqueda de plasmar en una obra esa imagen de belleza
inimitable tatuada a mi recuerdo.
Pero no era
posible, no estaba a mi alcance, no podía reproducir esas líneas, no podía
transportarlas desde mi imagen mental hacia el lienzo, todo lo que pintaba era
ahora víctima de mi más profundo desprecio y causa total de mi deshonra.
Transcribir los colores me era una tarea aún más lacerante, dolor sin par sentía
al verme fracasar en replicar los colores que, esplendidos, brillaban en el
horizonte inalcanzable del cuadro mental que me atormentaba con su belleza.
Llegué a buscar, cambiar el pincel por la navaja y el lienzo por mi cuerpo,
quizás ese rojo espectral que corría por mis venas era el factor ausente a la
imposible ecuación alquímica en busca de los colores máximos, pero tal
experimento también resultó en un fracaso.
¿Imagina usted
lo que se siente no poder lograr es imagen? Para mí, que me considero, que me
sé, un artista soberbio, que me sé el maestro de la pintura, del pincel y del
lienzo, de los colores y las formas, de la belleza y las caricias del alma. Es
una deshonra infinita.
Sentí como si
un arlequín fantasmal se riera de mi desdicha, ¡patético! Tenía una imagen
imborrable en mi mente, no fue el olvido el lastre que me impidió plasmarla con
la perfección deseada, fue mi incapacidad y mi nulo talento, no pude darle
vida, no puedo. No logré plasmar en el lienzo la obra, que estaba fija en mi mente
como la mirada de una estatua, me observaba, y se regocijaba de mi honda pena.
Todo en ella es
perfecto, la belleza del paisaje, los tonos otoñales y claros. Y yo aquí, en mi
humanidad, no pude darle proyección en la realidad palpable. Ningún hombre
jamás ha sufrido tal martirio, conocer la figura, la imagen, los trazos y los
colores de la perfecta belleza consumada y no poseer el don, el talento que lo
haga capaz de arrancarla de su mente y colocarla, cual dios a su creación en
pleno génesis, en nuestro mundo de percepciones sensoriales.
No soy capaz de
lograr esas formas, no soy capaz de lograr replicar tal belleza, pero lo que
más lejano e imposible me resultaba era el color, ese rojo que teñía la mayor
parte del cuadro. No hay en esta tierra un color similar, un rojo de esa
magnitud no existe en este mundo indigno y soez, el cual ya se ha vuelto
merecedor de todo mi deprecio y mi odio.
Con el tiempo
comencé a despreciar los colores, no sólo ya el matiz insuficiente de las hojas
de los árboles, ya el dorado de los rayos del sol era opaco, el azul de los
cielos era débil y la blancura plateada de la luna era carente de toda pasión,
me generaba una nausea incontenible, de esa causa la mediocridad a los ojos de
alguien que ha contemplado la excelencia. Claramente, esta repugnante impresión
que llegué a sentir por todo el mundo material, por esta creación abominable e
imperfecta que tanto distaba de la imagen de la ensoñación, me llevó a abandonar
mis extensas caminatas. Ya de nada me serviría ver los colores del día, ni el
lúgubre rondar de las noches de luna, todo era repugnante, todo era
insuficiente, todo era nada, todo era nocivo y pobre a mis sentidos.
Deambulé semanas
en esta cruel deriva de la incompetencia. Nunca más estuve ni cerca de crear
algo que no produjera aversión al crítico despiadado en que me había vuelto, el
mundo entero era ya para mí el desempeño de un artista carente de todo talento.
Noté, después,
con cierta extrañeza, que la imagen de mi mente comenzaba a desprender música,
un sonido dulce y embriagador, que llegaba a mí como un eco distante. Una
canción invencible, superior a cualquier melodía jamás compuesta por los
hombres, me compadezco de quienes jamás tendrán la dicha de escuchar tan magna
obra. Esta música preciosa que escuchaba se había dispuesto a aislarme, yo
mismo no deseaba escuchar nada más, ni el canto de las aves, ni el sonido de
las ciudades, ni los gritos de los dolientes.
El horror
inundó mi persona, una vorágine de penas combatieron el sagrado don de la vida
en mí, cuando advertí que, lastimosamente, el cuadro en mi mente se borraba
poco a poco, día a día, consumido por el olvido. Y era quizás predecible,
ningún mortal podía ser capaz de mantener tan magnífica visión en su memoria
por la eternidad. Por eso me había sido encargada la labor de la pintura, para
garantizar la eternidad de la imagen, que de otro modo se perdería en los laberinticos
espacios desconocidos de la memoria.
Me pregunté: ¿Quién
lleva en su sangre la pintura que necesito para darle vida al cuadro, antes de
que yo mismo lo olvide por completo y lo pierda todo? Debo, rápidamente, salir
en busca de esa sangre, pensé en un momento.
Pero ya es
tarde, los cabellos de la mujer han y caído, ya no existe el árbol pues sus
hojas marchitas se han borrado del paisaje, dejando en su lugar un tronco
muerto y seco. El brillo todo del cielo se ha extinguido, pasando a ser el
negro de una noche que es menos noche que vacío, y más olvido que memoria, parecido
a la nada, al Erebo. Y ella, ella, ella se despedazó, en el viento, parte por
parte, como una torre de papel que, víctima de un cruel torbellino, es
decapitada por el aire. Con la eficiencia perseverante de un cruel artesano del
fatal destino, su forma se desvaneció convertida en papeles en el viento, para
no existir jamás, ni siquiera en un recuerdo.
Esa imagen, que
a estas alturas he olvidado por completo, se ha llevado consigo todo el sentido.
¿Qué es este
mundo para quien ha sabido ver la cumbre y la ha perdido?, y peor, la ha
perdido por su propia incapacidad.
Ni yo, ni nadie
más, habría sido capaz de distinguir las lágrimas que caían de sus ojos y la
lluvia de la sangre que brotaba orgánica de las venas de su cuello. Los hondos
y largos cortes que habían culminado con la labor de dormir su mente y
arrastrarla a las heladas estepas estáticas de la muerte, habían sido
infringidos por mi mano. Algo, que latía en el aire, me aseguraba que se había
propiciado a sí misma ese final. Así lo había querido ese ser, ese ser con
sangre como agua, en ese lugar, con lluvia como sangre.
Lo único que
puedo afirmar, para culminar mi declaración, es que el crimen no me resulta
inconfesable, ni me considero hacedor de un hecho abominable. Si pudieran ver,
señores, el mundo por el que claman, las insignificantes vidas por las que
derraman lágrimas, a través de los ojos de quien ha contemplado lo eterno en el
tiempo, y lo grande en el espacio, se sentirían avergonzados. Y la belleza
terrenal, de la cual, confieso, ha sabido ser portadora la difunta víctima de
mis manos, no es más que una despreciable proyección de la auténtica belleza
que excede vuestro alcance. No pretendan ustedes ser quienes para contarme a mí
sobre la belleza de la que la mortal fue portadora, yo la amé muchos años, y
supe convivir con su presencia, hasta que acabó por ser eclipsada.
Cuento parte de la colección: "Antes de los diecisiete".
Markku Leottinsson, 2024